¿Quién mató a Mozart?

 ¿Quién mató a Mozart?

“Amadeus”, la obra de teatro más popular de Peter Schaffer que se transformó, poco más tarde, en el famoso film de Milos Forman, le hizo creer al mundo que Mozart había sido víctima de un asesinato: el criminal era Antonio Salieri, el compositor italiano más popular en el imperio austríaco hasta la aparición del prodigio de Salzburgo. Movido por la envidia, y la creencia de que Dios había elegido a ese joven torpe y malhablado como instrumento de su voz, el guión sostenía que lo había envenenado. Nadie, en verdad, creyó esa teoría, muy seductora para un argumento teatral o de cine, pero absurda para cualquier historiador.

Sin embargo, ¿qué fue lo que en verdad llevó a la tumba a Mozart a los 35 años, privando a la humanidad de lo que habría sido la madurez artística de uno de los grandes genios de la música? Las teorías son múltiples, y periódicamente va surgiendo una nueva que contradice la anterior. Veamos:

A comienzos de este siglo, el doctor Jan Hirschmann, académico e investigador de Seattle, EE.UU., afirmó que la causa de la muerte de Mozart fueron unas costillas de cerdo poco cocidas y con gusanos. Según Hirchsmann, una carta que un mes y medio antes de morir envió el compositor a su esposa Constanze, cuando ella pasaba una temporada de reposo en Baden Baden, delata el indicio de su fin; “Qué sabor tan delicioso. ¡Las comeré a tu salud, querida!” (“Letters of Wolfgang Amadeus Mozart, Nueva York, 1972),

Salvo la intención de menú y la dedicatoria, la carta carece de precisiones sobre la calidad o el grado de cocción de las chuletas. Mucho menos sobre la presencia de gusanos. En materia de cocina, Mozart jamás igualó en gula a Rossini (a quien se deben los famosos canelones) ni rozó la sabiduría que ostentaron tantos tenores y sopranos de principios del siglo XX, inclinación que en escena terminó por convertirlos en personajes de Botero, aunque eso no tenía mayor importancia en aquella época.

La carta en cuestión permite que los vegetarianos puedan extraer una nueva lección de autoafirmación en su fe, pero, más allá de eso, nada hay en esas líneas que le permita al doctor Hirschmann (quizás él también vegetariano) llegar a la conclusión de que fue la triquinosis lo que mató al autor de “La flauta mágica”.

“En sus últimos días, Mozart sufrió de fiebre, picazón, dolor en sus extremidades e hinchazón”, sostuvo el médico y detective, alentado por la existencia de esa carta. En su informe, recordó que el período de incubación de la triquinosis, ignorada por la ciencia de aquellos tiempos, puede ser de hasta 50 días.

Sin embargo, la tajante afirmación de Hirchsmann, a la luz de los síntomas con los que intenta justificarla, no es menos fantasiosa que la teoría del envenenamiento por parte de Salieri. Sí posee, en cambio, una poderosa diferencia argumental con la de Schaffer: difícilmente un productor de teatro o cine habrían comprado los derechos de “Amadeus” si el asesino resultaba ser un par de chuletas en mal estado.

Mozart murió el 5 de diciembre de 1791 en Viena. Desde entonces y hasta hoy, las teorías sobre las causas que lo llevaron a la tumba son más reiteradas y caprichosas que las que intentan descifrar la precocidad de su genio, incómodo enigma para los científicos con espíritu de Sherlock Holmes. Dice la historia que los médicos que lo enterraron, tras un somero examen del cadáver, hablaron de “fiebre miliar”, diagnóstico que nunca satisfizo ni a la posteridad ni al mito.

Por esa razón, y a pesar de que sus restos sean hoy tan intangibles como su ángel, las pesquisas sobre su muerte se suceden periódicamente como las variaciones de una sonata: igual de imaginativas, aunque con mucha menos gracia. En su conjunto, forman un abanico clínico que, antes qu explicar su final, diagnostica con más claridad la variedad de fantasías de médicos e historiadores. Tal vez, como si todos ellos desearan reparar, en vano, esa muerte tan temprana e injusta para la historia de la humanidad.

Un repaso de estas conjeturas no deja de asombrar: hasta no hace mucho, el eminante estudioso mozartiano Neal Zaslaw sostuvo, en la VI Clinical Pathological Conference de Baltimore, que Mozart fue víctima de fiebre reumática, enfermedad que ataca al sistema inmunológico por infección de los estreptococos.

“Aunque las teorías conspirativas producen bellas ficciones”, dijo Zaslaw, “no existe evidencia de que Mozart haya sido asesinado”. Se cuidó muy bien de aclarar, desde luego, que así como nadie vio entrar furtivamente a Salieri con una copa de ponzoña en la habitación de Mozart, tampoco hubo mortal que haya visto un estreptococo del maestro. Y en el supuesto de que lo hubiese visto, seguramente no habría advertido su infección.

Esa conferencia de Baltimore también investigó la temprana muerte del vecino más notorio de esa ciudad, Edgar Allan Poe (aunque, en su caso, el notorio alcoholismo siempre desechó cualquier hipótesis fantasiosa), además de las de Alejandro Magno, Ludwig van Beethoven, el general Custer y Pericles. Un verdadero festín necrófilo.

“Mozart fue un hombre fuerte y exitoso hasta el año que cayó enfermo”, agregó Zaslaw. “El último año de su vida compuso dos óperas, participó en una increíble cantidad de representaciones, y mantuvo una vida social activa”. El médico californiano Faith Fitzgerald fue aliado de Zaslaw en la teoría de la fiebre reumática, sobre la base no más firme de los escasos testimonios de la familia de Mozart, y los que aportaron los galenos de la época.

Pero tal diagnóstico no era novedoso. En las primeras décadas del siglo XIX, un tal Eduard Guldener von Lobes, médico municipal vienés que llegó a conocer a Mozart en persona, escribió en sus Memorias que dos médicos que se ocuparon de él en su lecho de muerte le comentaron que el artista había muerto por una fiebre reumática e inflamatoria “que depositó sustancias tóxicas en el cerebro”.

Zaslaw también se valió del testimonio de Sophie Haibel, cuñada de Mozart. Ella no era médica y sus cuidados al enfermo se limitaron al pijama que le tejió y la compañía que le brindó los últimos días. En su testimonio, Sophie contó que Mozart había espantado al canario que tenía en su casa porque su canto lo irritaba. Según Zaslaw, la irritabilidad desmedida es síntoma característico de la fiebre reumática. De igual modo, los vómitos, sudores fríos y falta de movilidad que sufrió en sus últimos días confirman, para Fitzgerald, el mismo cuadro.

Sin embargo, esos mismos síntomas que surgen del relato de la cuñada habían llevado a otros médicos, a lo largo del siglo XIX, a sostener que Mozart murió por neumonía, insuficiencia renal, falla hepática o trastornos cardíacos. Otro conjeturó que “la retención de fluidos de su pobre cuerpo le produjo la detención del corazón” y otro, el más imaginativo, que “la sífilis mató al gigante”.

En su libro “Mozart In Person; His Character And Health” (1989), el médico inglés Peter J. Davies dedicó varias páginas a refutar la hipótesis Salieri, y, como Zaslaw y Fitzgerald, le echó la culpa a los estreptococos, aunque con un toque personal: la muerte la produjo el síndrome de Shönlein-Henoch, reacción inmunológica que compromete a los capilares y que produce sarpullidos, entumecimientos, tumefacciones y edemas. Y, finalmente, la estocada final -según Davies- fue una falla hepática.

Otro médico inglés, Benjamin Simkin, llegó a la conclusión de que lo que mató a Mozart fue el síndrome de Gilles de la Tourette, trastorno neuropsiquiátrico acompañado por un desorden neurológico, del comportamiento y los afectos. Por primera vez, la descripción de la enfermedad se asemeja al retrato del músico en “Amadeus”. Simkin dijo que 39 de las 371 cartas que se conservan de Mozart presentan referencias escatológicas. No hay que olvidar que Mozart compuso un canon a seis voces (K. 231/382) cuyo título en alemán es “Leck mich im Arsch”, literalmente, “Chupame el culo”. No suena demasiado bien, pero es absolutamente real. La obra fue descubierta y autenticada en 1991, cuando se recordaba el bicentenario de su muerte, y se cree que fue compuesto en 1782.

Los tics y trastornos de conducta que observó Simkin también se apoyan en el testimonio de la cuñada Sophie: “Cuando se lavaba las manos a la mañana caminaba de un lado al otro del cuarto. Nunca permanecía quieto. A menudo hacía raras muecas con su boca. Siempre estaba jugando con algo, con su sombrero, sus bolsillos, con la mesa o las sillas, como si fuesen un teclado”.

Durante el referido bicentenario circuló otra hipótesis que no duró demasiado: según ella, a Mozart lo habría fulminado un hematoma cerebral, resultado de un golpe en la cabeza que se habría dado al levantarse de golpe de la cama. La base para esta especulación fue el análisis de una calavera que se conserva en el Mozarteum de Salzburgo, pero cuya autenticidad ponen en duda hasta los turistas que se creen que el balcón de Romeo y Julieta que muestran en Verona es el auténtico.

De todas las hipótesis sobre la muerte del genio, la de las chuletas en mal estado fue la que más furia despertó en el toxicólogo alemán Reinhard Ludewig: “Es un disparate”, afirmó en un congreso celebrado en 2001 en Leipzig. “Los documentos originales adolecen de lagunas, han sido a veces falsificados y son contradictorios. A diferencia de Beethoven, no existe siquiera un informe sobre su autopsia. Ni siquiera podría ser exhumado pues se desconoce el lugar donde enterraron sus restos”.

Ludewig también recordó que tampoco se rescató algo de pelo de Mozart, en cambio los 422 cabellos que se conservan de Beethoven permitieron a un grupo de científicos estadounidenses llegar a la conclusión de un contenido cien veces superior de plomo que lo normal, lo que podía dar pie a una hipótesis de envenenamiento del vino que solía tomar. Eso sí: Salieri es inocente porque para esa fecha ya había muerto. Ludwig no quiso arriesgar una conjetura propia en el caso de Mozart, aunque deslizó que “una lamentable conjunción de varios factores, como la ingestión de se aguardiente y sangrías pudo haber sido el desencadenante”. Por último, dictaminó: “De qué murió Mozart, si fue asesinado o si su deceso se produjo por alguna enfermedad, no lo sabemos y jamás llegaremos a saberlo”.

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