El aire no huele a caramelo

En décadas pasadas, al entrar o salir de Urdesa en dirección a la Universidad Estatal, el aroma del entonces tradicional Sí Café copaba el ambiente. Recuerdo también el olor típico a maduro asado de los fogones esquineros de las calles, y para los gustos bien criollos, el de ‘tripa mishqui’ de las carretillas del centro y del sur, tan característicos de Guayaquil. Son olores que solemos recordar con agrado y que añoran quienes viven fuera del país. Seguramente hay más aromas que desconozco que identifican a la ciudad, pero sí sé de hedores que prevalecen pese al paso del tiempo y de otros nuevos que, triste y desagradablemente, hoy la envuelven hacia dondequiera que crezca. No hay lugar para vivir que esté libre de ellos. Desde que tengo uso de razón, las aguas contaminadas del Salado han hecho notar su presencia en marea baja por todos los sectores a los que llega un ramal del estero, y hoy Samborondón recibe los olores nauseabundos de las piscinas de oxidación, mientras que en la vía a la Costa se respira un aire viciado por las emisiones de las fábricas de alimento balanceado. La planificación, el control de cumplimiento de normas ambientales y sanitarias, y la preservación del entorno son responsabilidad de los municipios, del Ministerio de Ambiente, Agua y Transición Ecológica, y finalmente del Estado. Sin embargo, no se respetan las ordenanzas, ni se realizan inspecciones de cumplimiento y mucho menos se sanciona a quienes infringen las leyes vigentes. Se siguen vertiendo desechos industriales y de hogares aledaños en el Salado, las fábricas funcionan sin el debido tratamiento a las emisiones derivadas de sus procesos productivos y como ninguna autoridad multa las infracciones, la situación continúa inmutable a través de los años.

La inhalación de malos olores genera malestares como dolor de cabeza, insomnio, náuseas, vómito, problemas respiratorios e incluso afecta el estado de ánimo, pero la ciudadanía no reclama. Tal vez se cansó de hacerlo ante tanta indolencia de las autoridades a lo largo de las décadas, o quizá su sistema olfativo se saturó y ya no los advierte, porque cuando las personas están demasiado tiempo expuestas a un mal olor terminan acostumbrándose a él. Pero el hedor sigue ahí.

El aire no huele a caramelo y no es porque no gana Barcelona.

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