¿Cuántas veces nos hemos cuestionado si somos leales a nosotros mismos? A mí me pasa seguido, sobre todo cuando digo cosas que luego me cuesta aplicar en mi vida.
Hay momentos en los que me doy cuenta de que me estoy fallando, postergándome, y lo peor es que si alguien se acercara a pedirme un consejo es muy probable que le diga que haga lo contrario a lo que yo estoy haciendo conmigo.
A ratos, he llegado a pensar que es parte de esta crianza que tuvo mi generación (las cuarentonas): “por no jo... a otros” te postergas un rato y luego, cuando nos damos cuenta de lo desconectadas que estamos de nuestras necesidades, nos enojamos.
Lo primero que me martillea la cabeza son estas lealtades inventadas o adquiridas que he vivido mucho con el feminismo. Y mientras más años pasan, estoy tratando de ser lo más coherente posible.
Ser feminista no quiere decir que estoy de acuerdo con todas las mujeres y hombres que lo son. En el feminismo puedo coincidir con personas con las que normalmente difiero y estar en desacuerdo con personas con las que regularmente tengo más cosas en común.
Eso no me hace ni incoherente ni desleal. Y lo digo acá porque tenemos esta bendita costumbre de señalar y juzgar a todo aquel que piensa distinto a nosotros.
Hemos preferido armar cajones y poner ahí a las personas de acuerdo a lo que pensamos de ellas. Esta es feminista, esta es de derecha, de izquierda, de centro o fundamentalista.
Vivir en coherencia con nosotros mismos es un desafío diario como para estar preocupados por lo que los demás puedan pensar.
Que si dice esto pero apoya a este; que si trabaja en esto pero hace lo otro... Cada día que pasa nos convertimos en seres alejados de nosotros mismos e interesados en agradar a los demás, en vivir de acuerdo al personaje que hemos creado.
Por eso últimamente me río cuando se habla de lealtades y coherencias. Seríamos mejores seres humanos si esa lealtad y esa coherencia las tuviéramos únicamente para nuestras convicciones y nuestros afectos.