A fines del siglo pasado (1998), se estrenó una película que tuvo un singular efecto no sólo en sus millones de espectadores, sino también en la realidad: “The Truman Show”, del australiano Peter Weir, protagonizada por el hasta entonces actor cómico Jim Carrey junto con Ed Harris. Básicamente, consistía en que un canal de televisión convertía la rutinaria vida de un hombre gris, sin rasgos que lo distinguieran de cualquier ciudadano común, el Truman del título (nombre que escondía un juego de palabras con “hombre verdadero”) en un show televisivo de alcance planetario. Truman, sin embargo, no sólo no había vendido su privacidad, sino que --hasta cierto momento culminante--, ignoraba que lo monitoreaban y transmitían cada acto de su vida.
Por ese entonces proliferaron todo tipo de interpretaciones, pero además de ellas, la empresa Endemol lanzó al año siguiente su programa de televisión “Gran Hermano”--el efecto sobre la realidad que se mencionaba antes--, término tomado de la novela 1984 de George Orwell, un “formato” que vendió en poco tiempo a todo el mundo. Desde luego, la diferencia era que en el programa de TV los participantes, a diferencia de Truman, consienten en ser televisados en una casa, donde (el rating manda), también pueden interpretar lo que haga falta.
Este fin de semana, la sexta temporada de la serie “Black Mirror” (Netflix) empezó con un capítulo excepcional, “Joan is awful” (“Joan es horrible”), que trasciende el “Truman show” de los 90 a la era de la inteligencia artificial, el “Deepfake”, el multiverso y, sobre todo, a la de la renuncia ineluctable y definitiva a la vida privada. No sólo ahora nuestros actos pueden ser vistos por todos, sino que también pueden ser falseados, una y otra vez, en capas simultáneas, si eso es nacesario para las exigencias de un show televisivo que se piensa a sí mismo. Ya no hay un Truman a quien un Gran Hermano elige como blanco, sino que todos y cada uno de los suscriptores a una señal de streaming venden su alma, al estilo fáustico, en la letra chica del contrato, para que esa empresa haga lo que quiera con ellos. La amplitud de criterio (y el humor cáustico y autocrítico) de Netflix, productora de la serie, es tan grande que toleró que el guión de Charlie Brooker la parodiara de manera reconocible en la imagen de esa cadena que vampiriza la vida de sus abonados: aquí se llama Streamberry, con logo y diseño similares, y una S grande como la N de Netflix en el inicio de cada capítulo.
A partir de aquí se relatará, sólo brevemente, la premisa inicial de la historia, porque revelar sus múltiples derivaciones, sus sucesivas vueltas de tuerca y admirables hallazgos, sería imperdonable. Cuanto menos se sepa antes de verla, mejor. La protagonista, Joan (Annie Murphy) es la ejecutiva de una corporación que, al empezar, se ve en la obligación de despedir, por mandato del directorio, a una empleada de menor rango. Un algoritmo creado por esa empleada ya no tiene utilidad, y debe irse. Joan soporta el mal trago, se compadece en silencio por el dolor de la muchacha, recibe en su celular un par de mensajes de un exnovio que está en la ciudad y quiere verla, y regresa a su casa (donde vive con otro hombre). En el anochecer de ese día agitado enciende su televisor y descubre una nueva serie en Streamberry: “Joan es horrible”, es decir, ella misma, y el primer capítulo reproduce, detalle a detalle, todo lo que le ocurrió en el día. Con una única diferencia: en lugar de verse ella misma, la interpreta Salma Hayek.
Los sucesivos pasos de la historia (esto es, lo que aquí no se contará) tienen que ver, sin perder nunca ni el suspenso, ni la intriga ni, digámoslo, el entretenimiento, con problemas de naturaleza legal, moral, filosófica, política. ¿Hasta dónde el individuo está protegido en una democracia que puede hacer con su vida un show, cuando ni las leyes pueden ponerlo a salvo de tal vejamen? Ya no se trata únicamente de vendernos un producto del cual estuvimos hablando en una red social (cuyos ojos gigantes lo ven todo), sino de transformarnos, a nosotros mismos, en mercancía, tal la hipótesis del capítulo. Y ni siquiera, en la cima de la pirámide, hay un ojo que controla, como el director de cámaras Ed Harris en la envejecida “The Truman Show”, sino una mente artificial que piensa (y se piensa a sí misma) sin que la limiten las restricciones éticas (y en la medida en que, en ese hipotético escenario futuro, se esté dispuesto a seguir creyendo en la supervivencia de esa ética tradicional).
“Joan is Awful” es una delicia formal, de inventiva escalofriante y actuación formidable (a riesgo de “spoilear” algo, digamos que las “capas” de la historia ni siquiera terminan en Annie Murphy y Salma Hayek, sino que se agregan Cate Blanchett, y alguien más).
Y, por si faltase algo, el espectador que conozca, aun someramente, la obra de Borges, no podrá dejar de reconocer, en el planteo de la historia, dos de sus cuentos más famosos: “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, relato que en la década del 40 ya conjeturó la existencia del “Multiverso” y de mundos paralelos, y sobre todo “El Aleph”, ese punto concentrador del universo donde todo se ve a la vez, en sus variantes, tiempos y circunstancias. En una palabra, Borges inventó todo, también a Netflix.