Pasiones francesas (II)

En un celebrado libro hoy desconocido, Ensayos críticos sobre la literatura europea, el filólogo, romanista y crítico alemán Ernst Robert Curtius, daba cuenta de la situación de la literatura occidental de la primera mitad del siglo XX a través del análisis de algunos de los escritores más relevantes. Aunque la literatura francesa no ocupaba la mayoría de los ensayos, la valoración de Curtius por ella era evidente, en términos que podrían asemejarse a los utilizados por Vargas Llosa en su discurso de ingreso a la Academia Francesa. “Las naciones se distinguen por sus dotes, como los individuos. Ya en el siglo XII, Francia suministraba en verso y material narrativo a Europa entera. En el siglo XIX, que para Francia empieza en 1789, supera a las demás naciones en tres campos: en pintura, en novela y en revoluciones”.

Curtius sin embargo advertía ya algunos males para la novela en general y para la francesa en particular. “Las novelas envejecen más rápidamente que la lírica y la historiografía”. Por ello, escritores que en un momento dado inundaban con sus obras las librerías pasaban a ser desconocidos en breve tiempo. Curtius por supuesto, no pensaba que el problema estaba en las veleidades de la moda o en la mercantilización del género sino en la crisis del mismo: el olvido de sus elementos esenciales, un “héroe” y una fábula. Es decir no ser didáctica, ni ejemplar, peor encargada de “transmitir” la realidad, sea en la forma en que a esta se la entienda, así sea distinta o contrariamente a épocas anteriores. En el siglo XIX o en los comienzos del XXI.

Precisamente, nuestro estado de ánimo contemporáneo, al que por cierto Vargas Llosa alude en su libro, está impecablemente formulado en el último libro de la sicoanalista francesa Élisabeth Roudinesco: “El yo soberano”. “En la novela, más que la reconstrucción de una realidad global, se busca una manera de contarse a sí mismo sin distancia crítica, recurriendo a la autoficción e incluso a la abyección, de modo que el autor pueda desdoblarse indefinidamente afirmando que todo es verdad porque todo está inventado”. De ahí el tono melancólico y hasta plañidero de hoy en día en que se celebra el fin de la alteridad en nombre de las múltiples identidades.

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