Alvarado no bala, rebuzna

Fue ministro de Educación de Rafael Correa y se autodefine como “poeta profesor y, sobre todo, poeta lector”. Esta semana, Freddy Peñafiel (figura olvidable y olvidada) se sumó a la campaña del momento con la imagen de un borrego que lee un libro, contrasentido extraordinario que no se le había ocurrido a nadie porque en el correísmo andan bajos de lecturas pero que, bien mirado, no es mayor que aquel de atribuir el borreguismo a una revolución que se reivindica como supuestamente “ciudadana”. El mediocre versificador que en 2009 escribía “cualquier hecho que reúna a más de una persona, me es insoportable” (la coma es suya) ahora se enorgullece de formar parte del rebaño.

Lo cual no es nada extraordinario, por cierto. Ya lo dijo el politólogo español Juan Carlos Monedero en un encuentro de intelectuales de izquierda celebrado en Caracas en homenaje a Hugo Chávez: “Y cuando no sepáis qué hacer, haced lo que haría el comandante Chávez; y cuando no sepáis cómo pensar, pensad lo que pensaría el comandante Chávez. (…) Porque nuestra tarea como intelectuales es pensar el pensamiento del comandante Chávez”.

Pensar el pensamiento de otro: triste tarea. Es como no pensar. Es como reconocerse intercambiable y superfluo. ¿Qué lee el borrego de Freddy Peñafiel? El libro de Rafael Correa, seguro; o quizás Las venas abiertas de América Latina; o algo como El pensamiento vivo de Hugo Chávez. Cualquier cosa que le organice la cabeza con clichés y le releve de la pesada carga de pensar por cuenta propia. He ahí la esencia del borreguismo.

No es un concepto fácil de reivindicar. Otros sí: hay palabras peyorativas que llevan en sí mismas la carga semántica de su propia resignificación. Lo saben muy bien las organizadoras de la exitosa “marcha de las putas”, ese evento mundial que comenzó en Toronto cuando un jefe de Policía declaró que a las mujeres las violarían menos si no se vistieran como prostitutas. Bastó con cambiar el contexto de la palabra para que los prejuicios que la acompañan quedaran en evidencia y se derrumbaran: aquellas a las que tú llamas putas son mujeres dueñas de su cuerpo. Algo parecido ocurrió en el Ecuador de 2005, cuando el entonces presidente Lucio Gutiérrez llamó forajidos a las personas que se manifestaban en su contra. Los protestantes se apropiaron del insulto y lo resignificaron: los que tú llamas forajidos son ciudadanos libres a quienes se les agotó la paciencia. Pero ¿borrego?

No hay resignificación posible para la palabra borrego, a lo sumo un lavado de imagen. Lo único que ha logrado hacer Vinicio Alvarado es embellecer el concepto con una estética pueril de niñato relamido. Ni siquiera ha sido capaz de apelar a la enorme carga simbólica y cultural del cordero, sus asociaciones con la idea (tan profundamente grabada en el inconsciente colectivo de este país católico) de la víctima inocente llevada al matadero. Insufriblemente simplón y perfectamente ignorante, Alvarado no tuvo mejor idea que conseguirse unas ovejitas infantilizadas y bobaliconas para la ternura fácil de un electorado cuyos referentes estéticos son los suyos propios. ¿Resignificación? Ninguna. El concepto de borrego sigue siendo el mismo que tanto les irritaba cuando metieron preso en Guayaquil a un chofer que llevaba un monigote del animalito en una manifestación. Dice el rebaño que Alvarado es un genio. En realidad, no pasa de ser un borrego que no lee.

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