Hitchcock: suspenso hasta en el ascensor

 Hitchcock: suspenso hasta en el ascensor

"Bueno, fue muy impresionante, debo decirle: había sangre por todas partes". Esas fueron las palabras que Alfred Hitchcock le dirigió de golpe al director de cine Peter Bogdanovich cuando éste no era su colega sino un joven periodista que lo admiraba y entrevistaba por primera vez. Era el año 1964, Hacía poco que Hitchcock había estrenado sus más grandes éxitos, como “Vértigo” (1958), “Intriga internacional” (1959) y “Psicosis” (1960), y su programa de televisión, que presentaba en persona, lo había transformado en una celebridad mundial, uno de los pocos directores a los que el público identificaba de inmediato sin que apareciera como actor en sus películas (con excepción de sus famosos “cameos”, que siempre ubicaba al principio del film para que la gente no se distrajera esperándolo).

Una de sus frases más famosas (que enunció cuando daba una entrevista sobre “Psicosis”) fue: “Yo no dirijo a mis actores, yo dirijo al público”. En efecto, cada vez que se vuelve a ver ese clásico se redescubre la extraordinaria forma de manipulación de la mirada del espectador que practicó Hitchcock en su armado; un clásico en blanco y negro tantas veces imitado (o recreado) sin el mismo efecto. No sólo la estrella de la película, Janet Leigh, era asesinada en los primeros minutos, algo imposible de imaginar en el star system de entonces, sino que nadie en el film, ni aun la propia Marion Crane (nombre de su personaje), lograba empatizar con el público. “Psicosis” no tenía personajes con los cuales identificarse, y eso la volvía, según los estándares de la época, todavía más tensa, más desesperante.

Pero volvamos a ese primer encuentro entre Hitchcock y Bogdadovich. Ocurrió en el Hotel St. Regis de Nueva York, ciudad donde vivía el periodista, y a la que el famoso cineasta, que estaba radicado en Los Angeles desde principios de los 40, visitaba como parte de la gira promocional de un nuevo estreno. “Fue muy impresionante, debo decirle: había sangre por todas partes". La historia la cuenta el propio Bogdanovich, en el capítulo que le dedicó a Hitchcock en su libro de biografías “Who The Devil Made It?”, donde transcribe también sus reportajes.

Eso ocurrió en la parte trasera del ascensor del St. Regis, que los llevaba desde el último piso hasta el lobby, donde iban a compartir una cena. “Tenía un ligero rubor en la mejilla por los varios daiquiris helados que acababa de beberse en su suite y, hasta ese momento, había permanecido plácidamente en silencio”, relata. Iban acompañados por sus respectivas esposas, Alma Reville, la mujer y colaboradora de toda la vida del director de “Rebecca”, y Polly, la de Bogdanovich. Los cuatro entraron solos en el ascensor y Hitchcock guardaba silencio. Recién habló cuando el ascensor se detuvo en el piso siguiente y subieron tres personas vestidas de etiqueta para dirigirse al comedor. “Hitchcock sonaba como si estuviera a mitad de frase, y proyectando la voz (con ese tono suyo tan familiar de la televisión) lo justo para que nadie pudiera perderse una palabra”. Y continuó diciendo: "Había un chorro de sangre que salía de su oreja y otro de su boca. Algo horrible, Bogdanovich”.

Los pasajeros del ascensor reconocieron a Hitchcock de inmediato. Hacía como una década que presentaba su show televisivo. Sin embargo, a diferencia de lo que habría ocurrido en algún otro país, sobre todo latino, nadie intentó saludarlo ni inmiscuirse. Miraban todos hacia abajo, como avergonzados de oír una conversación ajena. “Yo me sentí un poco confuso”, dice Bogdanovich. “En su suite, el director más famoso de la historia del cine me había reprendido por no beberme mi daiquiri helado. Yo no solía tomar alcohol, pero para no contrariarlo lo hice, y entonces no estaba seguro de si estaba alucinando con lo que le escuchaba o qué. Polly también lo miraba con extrañeza”.

La expresión de Hitchcock no cambió en absoluto y siguió hablando, “mirando beatíficamente hacia delante mientras el ascensor se detenía de nuevo y subía otra pareja bien vestida”. Continuó: "Por supuesto, había un enorme charco de sangre en el suelo y su ropa estaba salpicada... Le juro que era un desastre, una cosa espantosa. Bueno, ya se pueden imaginar ustedes...".

Bogdanovich agrega: “Me pareció que nadie respiraba en el ascensor. Alma sonreía levemente mientras Hitch me miraba con los ojos brillantes; yo asentí en silencio y él continuó: ‘¡Sangre por todas partes! Miré al pobre hombre y le dije: 'Dios mío, ¿qué te ha pasado?’, y lo que me respondió me dejó helado. Usted ni se imagina quién le había disparado”.

En ese momento, las puertas del ascensor se abrieron en la planta baja y Hitchcock agregó: "¿Se imagina, verdad?", y luego hizo una pausa. Nadie se movía en el ascensor pese a que había gente del otro lado esperando para subir. Como Hitchcock se mantenía en silencio, muy a pesar de ellos, los demás pasajeros empezaron a salir del ascensor y trataban disimuladamente de caminar junto a Hitchcock por el lobby, tratando de oír el desenlance, pero él se mantenía en silencio mientras buscaban el restaurante para ir hacia allí. Cuando al fin estuvieron los cuatro solos, Bogdanovich no aguantó más y le preguntó: “¿Pero quiénes eran, por el amor de Dios?”. Hitchcock le echó una mirada con los ojitos brillantes y le respondió: “No me va a decir, Bogdanovich, que usted también se lo creyó… Usted es un profesional, no puede caer en esta trampa. Este es mi gag del ascensor. Nunca falla”.

El autor del libro concluye diciendo que Hitchcock jamás dejaba de dirigir al público, y que esa puesta en escena en el ascensor (que repitió cientos de veces, razón por la cual siempre pedía alojarse en el último piso de los hoteles, para bajar con los periodistas, o con quien fuera, tal como lo había hecho con Bogdanovich) era la prueba viviente de ese manejo. “A mí no me hace falta ver mis películas con público”, dijo en esa entrevista. “Yo ya los oigo cuando estoy rodando. Piense en alguien como Picasso, que hace perfiles dobles y ha pasado por el cubismo y Dios sabe qué más, pero conoce todos los músculos del cuerpo humano. Si le pides que dibuje la figura de un hombre o una mujer, no habrá un músculo fuera de lugar. Hay que conocer el oficio para poder expresar el arte.”

“¿Piensa en la posteridad?”, le pregunta también Bogdanovich. “No, ¿por qué? ¿Qué ha hecho la posteridad por mí?”.

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