Con la muerte de Milan Kundera, el siglo XX se distancia cada vez más

 Con la muerte de Milan Kundera, el siglo XX se distancia cada vez más

A principios de los años 80, dos novelas europeas de autores considerados, hasta entonces, minoritarios, alcanzaron una repercusión impensada. Primero fue, en 1980, “El nombre de la rosa” de Umberto Eco, y cuatro años más tarde “La insoportable levedad del ser”, de Milan Kundera. El abrumador éxito de ventas y las sucesivas traducciones a diferentes lenguas no dejaron de tener consecuencias, tanto sobre sus lectores como sobre la industria y, naturalmente, sobre la obra ulterior de los mismos Eco y Kundera.

El cine no tardó en apropiarse de ambos libros de una forma que no podía ser, por las características de ambos, más que superficial, solo la cáscara, y comprimida, de los argumentos de uno y otro. Jean-Jacques Annaud, con Sean Connery como cabeza de reparto, atrajo al público con la promesa de una intriga policial medieval, casi al estilo de las futuras fantasías renacentistas de Dan Brown con los illuminati y Leonardo da Vinci.

Philip Kaufman, en su versión de “La insoportable levedad del ser”, vendía erotismo desde el afiche que mostraba a sus personajes Sabina (semidesnuda Lena Olin), con Teresa (Juliette Binoche) y Tomás (Daniel Day Lewis). La visión del film corroboró esas sospechas: nada del erotismo propio del libro, el erotismo de la literatura de Kundera, había encarnado en esas imágenes.

Recluido de la mirada pública hace una década (y semirecluido, en general, desde mucho antes, ya que las últimas entrevistas que concedió fueron con la aparición de la novela citada), murió ayer a los 94 años, en su París por adopción, Milan Kundera. Y, aunque ya no escribía, su desaparición continúa abriendo, de manera cada vez más profunda, la brecha entre el siglo pasado y el presente. Parece una ironía que uno de sus últimos títulos se llame “La lentitud”, elogio de una de las cualidades menos populares de estos tiempos.

Nacido el 1 de abril en Brno, entonces Checoslovaquia (país al que en su obra siempre llamaría “Bohemia”), el joven Kundera mantuvo una relación ambivalente con el comunismo que se adueñó de su patria en 1948, recelo con el que las autoridades del partido también lo observaban a él.

El fin de las relaciones ocurrió tras la Primavera de Praga, en 1968, movimiento a cuyas reformas adhirió con fervor, y cuyo devastador final, el choque de los tanques soviéticos contra la población, se convertiría en escena primordial de su obra, repetida desde distintas ópticas y estilos.

Fue un año después de aquel acontecimiento que apareció su primera novela, “La broma”, donde relataba (y ya anticipaba algunos de los motivos de “La insoportable...”) la historia de un estudiante atrapado por el amor de dos mujeres y aplastado por el peso del estalinismo. Un año antes había publicado “El libro de los amores ridículos”, una recopilación de cuentos escritos desde 1958, donde la risa suele mezclarse con el escalofrío. De 1972 data la que para muchos es su obra maestra,”La vida está en otra parte”, una parábola kakfiana sobre un poeta joven, influido por Rimbaud, que intenta la quimera de conciliar su existencia con las pautas del gobierno comunista, hasta que descubre que ya no tiene suelo, ni identidad, ni sueños.

Amante del cine y, sobre todo, de la música (Kundera, cuyo compositor favorito era su compatriota Leos Janacek, fue además un buen pianista de jazz, lo cual le venía por influencia paterna), modelaba sus formas literarias con una libertad propia de las improvisaciones jazzísticas: de esa forma está escrita “La vida está en otra parte” y algunos otros de sus libros. Sus apuntes históricos, sus referencias filosóficas (como las que hace de Nietzsche y Parménides en “La insoportable...”) no son un mero ejercicio de erudición sino la prueba de que la mezcla de esos saberes, las citas con ironía, acompasadamente, pueden crear horizontes literarios novedosos. Y, como en el jazz, que también admiten (y reclaman) humor. El sarcasmo kunderiano suele ser, a veces, más lacerante que las oscuras fabulaciones kafkianas.

En 1979, cuatro años después de haber roto con su país y ya establecido en París (ciudad en la que se instalaría para siempre) apareció “El libro de la risa y el olvido”, título en cuya enunciación se resumen dos de los tópicos centrales de su obra. La risa, ya se vio, y el olvido, esa panacea que, según el autor, tenía el hombre para soportar lo más penoso de su existencia, la pregunta última por el ser. Y, desde luego, también están presentes, en esa dialéctica de humor y gravedad, de liviandad y peso, las referencias a su patria.

Vale la pena leer el comienzo: “En febrero de 1948, el líder comunista Klement Gottwald salió al balcón de un palacio barroco de Praga para dirigirse a los miles de personas que llenaban la Plaza de la Ciudad Vieja. Aquél fue un momento crucial de la historia de Bohemia. Uno de esos instantes decisivos que ocurren una o dos veces por milenio. Gottwald estaba rodeado por sus camaradas y justo a su lado estaba Clementis. La nieve revoloteaba, hacía frío, y Gottwald tenía la cabeza descubierta. Clementis, siempre tan atento, se quitó su gorro de pieles y se lo colocó en la cabeza a Gottwald. El departamento de propaganda difundió en cientos de miles de ejemplares la fotografía del balcón desde el que Gottwald, con el gorro en la cabeza y los camaradas a su lado, habla a la nación. En ese balcón comenzó la historia de la Bohemia comunista. Hasta el último niño conocía aquella fotografía que aparecía en los carteles de propaganda, en los manuales escolares y en los museos. Cuatro años más tarde, a Clementis lo acusaron de traición y lo colgaron. El departamento de propaganda lo borró inmediatamente de la historia y, por supuesto, de todas las fotografías. Desde entonces Gottwald está solo en el balcón. En el sitio en el que estaba Clementis aparece sólo la pared vacía del palacio. Lo único que quedó de Clementis fue el gorro en la cabeza de Gottwald.”

Se ha comparado a Kundera, quien a principios de los 90 abandonó el checo para escribir directamente en francés (los dos primeros títulos fueron “El arte de la novela” y “La lentitud”) con el de otros escritores bilingües, como Joseph Conrad y Vladimir Nabokov, aunque (honesto es reconocerlo) la maestría que llegaron a adquirir estos últimos en su lengua de adopción, el inglés, no fue la misma que la de Kundera en el francés. De todas formas, si bien esos últimos títulos, como “La identidad” y “La ignorancia”, además de los ya citados, se inscriben con igual brillo en el corpus de su obra, su fatiga, de raíz moral, con frecuencia se trasluce en sus líneas.

Que nunca haya obtenido el Premio Nobel, en el que tantas veces estuvo mencionado, es, como diría Borges, otra superstición sueca, que lo dignifica aun más.

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