A esta altura, nadie se puede ofender ante lo evidente: el combo Kiss incluye una dosis grande de humo. Más allá de ser una de las grandes bandas de la historia, el grupo generó un folclore repleto de narrativas, mitos y leyendas, que van de lo bizarro a lo espectacular. Por eso, los fanáticos no se sorprendieron cuando el cuarteto anunció su regreso al país apenas meses después de... su despedida del país.
Lejos de sentirse estafada, la armada marchó una vez más al encuentro de los de cara pintada. En esta ocasión, el marco fue el Masters Of Rock, festival metalero que tuvo en el centro de la escena a la vieja mas no oxidada guardia: Kiss, Scorpions y Deep Purple, platos fuertes de un pasado de pelos altos y presentaciones faraónicas que volvió a latir, esta vez en el Parque de la Ciudad.
Semejante despliegue vivió su clímax a las diez, cuando las luces se apagaron, las emblemáticas cuatro letras ganaron la escena y un rugido unánime resonó en la noche de Lugano, dando paso a la marcha de la banda rumbo al escenario en las pantallas. "You want the best, you got the best. The hottest band in the world, Kiss!". Paul Stanley, Gene Simmons, Tommy Thayer y Eric Singer, maquillados, instrumentos en mano y pies en plataformas, están listos para desatar la tormenta una vez más: la última.
Pero para eso falta. Ahora son las dos de la tarde y Horcas deja todo en el escenario con su repertorio metalero y nacional, comandado por el carismático Walter Meza, capitán de mar y guerra. Bajo el rayo del sol, las primeras huestes empiezan a copar el predio del sur porteño, un espacio amplio y de espacios verdes.
Abundan cuero, melenas, chalecos de jean y pintura facial, pero las cadenas y el hedor a peligro, santo aroma de otra época, fueron relegados por puestos de comida y corralitos para tomar cerveza. El siguiente número en la lista es Avantasia, combo powermetal alemán, cuyo rostro visible es Tobias Sammet, ex voz de Edguy.
La banda, que había actuado el día anterior en el teatro Gran Rivadavia, despliega sus mundos de fantasía con frescura y potencia, allanando el camino para Helloween, primer convite grande de la tarde noche, de la mano de un Michel Kiske angelado.
Deep Purple: la génesis de todo. Sin ellos, nada de esto estaría pasando. Y aunque la ausencia de Ritchie Blackmore siempre será ruidosa, la posibilidad de ver a los Ian -Gillan y Paice- y a Roger Glover una vez más, después de cinco años, es una delicia. Tampoco está Steve Morse, quien se bajó para acompañar a su esposa en su tratamiento contra el cáncer. Ahora, el hombre de las seis cuerdas es Simon McBride, bastante más joven que sus compañeros.
Visceral, sin rodeos, Purple sale a la cancha. Highway Star enloquece a la monada con su cabalgata rutera, paso previo a que el riff de Pictures of Home cierre un tándem de lujo. Pelo largo blanco hacia atrás y camisa celeste, la figura de Gillan parece pequeña y frágil, pero a la hora de pelar es inobjetable.
Las recientes No need to shout y Nothing at all despliegan la alfombra para que McBride presente sus credenciales. Solo y aire para la banda. que vuelve a brillar con Lazy, otro clásico, y la elegante When a blind man cries.
Solo de vuelta: ahora es el veterano Don Airey quien, desde los teclados, evoca al fallecido Jon Lord. En su muestra de virtuosismo, Airey ofrenda al público local pasajes de Adiós Nonino de Ástor Piazzolla, hasta desembocar en el teclado sucio de Perfect Strangers, canción monumental que la banda interpreta a la perfección. La amalgama entre teclas y guitarra es rasgo distintivo del grupo: nadie lo hace como ellos.
El cuarteto final es demoledor: Space trucking, Smoke on the water, Hush (popular tema de Joe South) y la multicoreada Black Night, todas y cada una de ellas con el consiguiente cuelgue instrumental. Los británicos emocionan solo con su presencia. "Chau, así se hace", parecen decir, mientras se despiden del escenario. ¿Volverán alguna vez? Cae la noche.
Con una puntualidad encomiable, Scorpions asalta el escenario a las 20. Klaus Meine ocupa el centro flanqueado por Rudolf Schenker y Matthias Jabs, las guitarras gemelas que impresionan por su estado físico. Setlist de audio gigante y ochentoso para los alemanes, cuyas 12 cuerdas se lanzan paredes de memoria. Primera muestra de carácter con The Zoo, canción pecaminosa y de machaques, que llevan el beat de la banda.
Sobrio, Meine se apoya en sus guitarristas, quienes recogen gustosos el papel de showmans, desfilando de un lado al otro del escenario. Párrafo aparte para Schenker, que parece tener todas las Flying V del mundo. Peacemaker, Bad boys running wild y Delicate Dance abren paso a uno de los momentos más esperados: el de las baladas. Bajan las luces y el set muta a acústico. Send me an angel y Wind of change, con letra cambiada y dedicatoria incluida a Ucrania, hacen lucir al cantante.
Tease me, please me vuelve a la faceta sexual y glam del grupo, mientras que el exMotörhead Mikey Dee, incoporado en 2016, se luce con un solo de batería que hace temblar la ciudad. Black out y Big City Nights cumplen con la cuota rockera final, pero el número puesto llega en los bises, cuando el arpegio de Still loving you resuena en Lugano.
¿Queda algo? ¿Cómo irse tan abajo antes de Kiss? Rock You Like a Hurricane le pone el moño a un show eléctrico y sobrado, lleno de oficio y sonido fuerte. Scorpions, una vez más, no vino a pasear.
Quienes vieron a Kiss en abril del año pasado, o algunas de las otras otras once veces que la banda vino, ya saben de qué va esto. No hay mucha sorpresa, pero sí asombro. Porque la espectacularidad de su despliegue no permite que nadie quede ajeno a él. Y todo lo que se puede hacer arriba de un escenario, Kiss lo hace. Y de entrada. Desde que cae el telón y se dispara Detroit rock city, hasta el final. Estallidos, fuego, sangre y mucho histrionismo.
Abajo, entre el público, viejos y grandes, metaleros y no, se emocionan por igual. Sus caras pintadas denotan la comunión con los neoyorquinos. Paul Stanley lleva con absoluto desparpajo su personaje. Dialoga, conversa, tira centros y recibe las devoluciones. No deja pasar una ovación sin montar un espectáculo. "Buenos Aires, oh, Buenos Aires", repite mientras se acomoda el pelo con delicadeza. Esa alquimia con su ladero y contraparte, Genne Simmons, es piedra angular del funcionamiento en vivo del grupo. El reparto del protagonismo es ecuánime.
Shout It Out Loud, Deuce, War Machine, Heavens on fire, I love it loud: tema tras tema, explosión tras explosión, Kiss monta un circo grandilocuente; una propuesta inimitable, sostenida, antes que nada, en buenas canciones. Sin eso, lo demás es nada. Pero hay vida después de Stanley y Simmons. Y la guitarra de Tommy Thayer se abre paso disparando cohetes con un solo de factura propia, para dejar en claro que no existen actores de reparto en el asunto.
Más tarde, Stanley pide llamar al doctor y Simmons responde con Dr. Love. En God of thunder, el bajista canta desde una plataforma no apta para vertiginosos. Para no ser menos, Paul cuenta que, si se lo piden, se va con el público. Entonces, ante el insistente reclamo, vuela por encima de la gente y baja en la torre de sonido, desde donde interpretara Love Gun y I was made for lovin' you, para convertir la noche porteña en una inmensa disco. ¿Qué falta? Bueno, Eric Singer todavía no demostró de lo que es capaz. Entonces, desde la batería, canta Black Diamonds. Y, después, como si fuera poco, se sienta al piano y deja una sentida versión de Beth. Acá todos hacen todo.
Se olfatea el cierre. El último tramo argentino del End of the Road Tour. Do you love me llena de globos y papelitos el Parque de la Ciudad, preludio inocente del punto final. Llega Rock and Roll all Nite, tal vez la canción que mejir sintetiza la filosofía Kiss.
Entre evocaciones a la parranda, al desenfreno y a la fiesta continua, Kiss desaparece jurando que nunca va a olvidar a Buenos Aires. Las pantallas muestran la bandera argentina y el "Muchas gracias, Buenos Aires". En un rato habrá que caer otra vez. Será, lamentablemente, más temprano de lo previsto, porque salir del predio o encontrar un transporte es el primer cachetazo de una realidad que no es Kiss.
En plena peregrinación de vuelta, un padre con la cara pintada como Stanley mirá al hijo y, entre risas, le dice: "¡Vimos a Kiss, boludo!". Vimos a Kiss, boludo.