Diego Curubeto amaba las emociones fuertes, los saltos en la butaca, la transformación en fantasía de una realidad que, desde chico, encontró siempre demasiado chata. Diego amaba los desafíos de todo tipo, entregar sus notas y crónicas casi sobre el deadline, como en una película de suspenso (que después terminaban siendo casi siempre brillantes), enfrentar con bravura, y sin taparse los ojos, las más espeluznantes escenas “gore” en la pantalla, muchas veces con carcajadas y escalofríos a la vez (en cambio, como ocurrió una vez durante una proyección privada, cuando descubrió una pequeña cucaracha debajo de su butaca dio un respingo de terror. “Eso sí que no lo aguanto”, confesó ante el asombro de todos).
Pero, salvo a esos pequeños insectos, no le tenía miedo a casi nada. Ni siquiera a una cirugía de corazón. “El viernes me operan”, me dijo la semana pasada, “pero voy a estar guardado un día nada más. Después salgo y el sábado ya escribo en casa la nota sobre Errol Flynn que tengo pendiente”. ¿Al día siguiente? ¿Vos estás seguro? “Sí, sí, dos días a lo sumo”, me respondió con absoluta tranquilidad.
Su salud venía en declive desde hacía tiempo, había estado internado en más de una ocasión, y su enorme, generoso corazón, no llegó al viernes. Se detuvo un día antes. Por la tarde de ayer sintió que sus pulsaciones eran excesivas, la medicación para esos casos no le hacía efecto, se apresuró en llegar a la clínica, y murió a bordo del taxi. En su computadora quedaron los comentarios de dos películas que iba a enviar ayer para la edición impresa del viernes. En mi whatsapp conservo sus audios de estos últimos días, que no tengo el valor para escuchar nuevamente; en ellos me habla de lo habitual: temario, notas, ideas, siempre haciendo bromas. Su última crítica publicada apareció ayer, “Maremoto”, y la anterior, extensa, el fin de semana último, que le dedicó a Jackie Coogan, el famoso “pibe” de Chaplin y el tío Lucas de “Los locos Addams”.
Aunque apasionado del cine, a Diego nunca le había despertado mayor interés el “prestigio” de los directores venerados por la crítica (en verdad, ni siquiera se había propuesto ser un crítico), y su semillero, su formación, fue un ciclo televisivo legendario al que más tarde le dedicaría uno de sus libros más famosos, el “Cine de Superacción” que el viejo Canal 11 en blanco y negro, de Héctor Ricardo García (uno de los mayores próceres de los medios para Curubeto gracias a ese programa y otros similares, como “Hollywood en castellano” o las películas de los monstruos de a Universal los lunes por la noche), pasaba los sábados en continuado, desde el mediodía.
Fue allí donde Diego tomó contacto por primera vez con las criaturas que lo acompañarían toda su vida: demonios, hombres lobo, vampiros, zombies, monstruos de la laguna negra, momias, científicos locos, simios gigantes parados sobre el Empire State Building con mujeres desesperadas en sus brazos, dinosaurios, godzillas. Y también vaqueros y sheriffs de westerns, gladiadores de péplums, espías internacionales, gangsters, rubias fatales. Y los Tres Chiflados, y el Gordo y el Flaco, y Val Lewton con su mujer pantera. En una palabra, nada que oliera a Bergman ni a cualquier otra forma de intelectualismo europeo. Él pasaba por la otra cuadra, y así inició, cuando nadie osaba hacerlo, una carrera de crítico a los 20 años, y Ámbito Financiero le dio el espacio para que, con esas armas, se explayara a gusto.
De esa forma creó un término, “bizarro”, luego usado por casi todos, pero antes debió soportar que los críticos españoles de mayor edad, y algunos locales, trataran de explicarle que eso significaba otra cosa. No importa, él insistió: “bizarro” no era ni kitsch, ni cursi, ni “transgresor”. Bizarro era, simplemente, bizarro, y al que no le guste —como me dijo tantas veces—, que “se vaya a dar por c…” (una de sus expresiones favoritas). Porque en esa “bizarrería”, había humor: Curubeto, aunque apreciaba y conocía a la perfección los grandes clásicos de Hollywood, tanto de terror como los académicos, amaba mucho más el miedo venía acompañado por un toque de humor. Fue el primero que, en nuestro medio, habló de Ed Wood y su estrafalario “Plan nueve del espacio sideral”.
Lo suyo era el miedo y también el erotismo con humor, voluntario o no. Por eso fue él quien redescubrió las películas del dúo Armando Bo-Isabel Sarli, a quien le dedicó años más tarde un largometraje extraordinario, “Carne sobre carne”, donde incluyó documentos nunca vistos antes, o rara vez difundidos, como las partes censuradas en nuestro país de algunas de sus películas, pero que se permitían en otros países de América.
A la manera del estadounidense Kenneth Anger, que había convulsionado el establishment de Hollywood con su “Hollywood Babilonia”, Curubeto publicó acá, en los 90, la versión local de esos libros, “Babilonia Gaucha”, en dos volúmenes. Una mirada más piadosa, pero divertida, y sin la mala leche del original. Y luego llegaron los libros sobre cine bizarro, y sobre los sábados de superacción.
No hay nadie, en el medio, que no le deba un descubrimiento a Diego. Aunque a veces no fuera sencillo compartir sus gustos un tanto exóticos, su olfato en la detección de movimientos nuevos, directores de importancia aún poco conocidos y corrientes que terminarían imponiéndose, solía ser infalible. Fue, por ejemplo, el primero que señaló al español Alex de la Iglesia cuando se estrenó aquí su película “El día de la bestia”, y era un virtual desconocido. Con el tiempo, su relación con el español se profundizaría, y Diego aprovechó uno de sus viajes a Buenos Aires para que participara en la película “Carne sobre carne”.
Casi adolescente, habiendo trabajado con Roger Corman (otro de sus ídolos), cuando el cineasta de culto americano filmó algunas películas de aventuras, impresentables, en los estudios de Aries a mediados de los 80, más tarde se convirtió en especialista de cómo Hollywood había tratado a la Argentina a lo largo de su historia, desde “Down Argentine Way” a las diferentes “Evita”. Con gran parte de ese material (que él coleccionaba a partir de distintos archivos, casi siempre en celuloide), este diario grabó un programa de televisión en 1994, “La Argentina en Hollywood”, en el que junto con él y Máximo Soto entrevistamos a numerosas figuras del medio.
En paralelo con su fervor por el cine desarrolló otra pasión, la de la tecnología para ver películas en casa: fue “the first kid on the block” en tener un aparato de laser-disc, formato que jamás se impuso, luego el DVD, y poco más tarde, cuando se hablaba del “apagón analógico” y la llegada de la TV digital, se volvió un cruzado del formato DVB europeo contra el ATSC estadounidense, que impulsaba el gobierno de Menem. Jamás imaginó los problemas que le ocasionaría semejante devoción técnica, él, que nada sabía de juegos políticos. Tampoco sabía nadie, en las postrimerías del siglo pasado, que Netflix y los demás streamers barrerían para siempre con todo lo anterior, incluidos los formatos físicos. Fue el inútil combate.
En paralelo al cine, su pasión por la música, en especial el rock y sus múltiples variantes, lo acompañó con pareja intensidad a lo largo de sus breves 58 años. Su gato, que adoptó hace apenas un año, se llama Zappa, en homenaje a su músico favorito.
Será extraño, parafraseando a Borges al comienzo de “El Aleph”, que el incesante y vasto universo siga su curso, que se estrene una nueva “Evil Dead” o la última de Marvel, y ya no leer su opinión, escuchar su risa, o sentir su estremecimiento. Adiós, Diego querido.